¿Alguna vez preguntaste a tus padres o abuelos cómo se conocieron? Si lo hiciste, probablemente te diste cuenta de que el amor en sus tiempos no tiene nada que ver con el amor actual. Pero, ¿hasta qué punto son distintos? ¿Sería el amor en el pasado tan tóxico como el de ahora si hubiese tenido los recursos actuales?
Imagínalo: ¿tu abuela controlando con quién hablaba tu abuelo a través de WhatsApp? ¿Tu abuelo enfadado porque ella subió una foto en Instagram mostrando el tobillo? Es fácil señalar el cambio tecnológico como el culpable de la “muerte del romanticismo”. Pero, ¿no seremos nosotros quienes hemos cambiado?
La necesidad de ser vistos
Todos buscamos validación. Es algo natural, una forma de sentirnos parte de algo, de asegurar que lo que hacemos importa. Pero las redes sociales convierten esto en una especie de competición constante: likes, comentarios, publicaciones. De repente, nuestra relación parece estar en un escaparate.
Esto puede hacer que busquemos pruebas públicas de afecto: ¿Por qué no publica fotos conmigo? ¿Por qué le da like a otras personas? Pero estas preguntas rara vez vienen de un lugar sano. Muchas veces nacen de nuestras inseguridades, de la sensación de que si no estamos ahí, visibles para todos, quizás no seamos lo suficientemente importantes.
El problema es que la validación externa es un alivio pasajero. Nos llena un momento, pero no construye nada sólido. Y cuando empezamos a depender de ella, nuestra autoestima y nuestras relaciones quedan atrapadas en una especie de montaña rusa emocional.
Compararse con el ideal
Las redes sociales no muestran vidas reales. Solo vemos fragmentos cuidadosamente elegidos, los mejores momentos, las sonrisas perfectas, los viajes idílicos. Y aunque sabemos que es una versión editada, no podemos evitar compararnos.
En las relaciones pasa lo mismo. Observamos a otras parejas y pensamos: “¿Por qué no somos así? ¿Nos falta algo?”. Pero en esa comparación olvidamos lo más importante: lo que vivimos día a día no tiene por qué parecerse a lo que vemos en una pantalla. Lo que importa es cómo nos sentimos, no cómo parecemos desde fuera.
Cuando miramos tanto hacia afuera, dejamos de ver lo que tenemos delante. Y ahí es donde las redes sociales pueden hacer daño: nos distraen de la realidad, nos hacen creer que algo está mal cuando, en realidad, todo lo que necesitamos ya está en nosotros.
El control que no es real
Vigilamos. Miramos qué publica, a quién sigue, qué comenta. Nos convencemos de que saberlo todo nos da control, pero eso no es control. Es un reflejo de nuestros miedos, de nuestra incapacidad para confiar plenamente.
El amor no se trata de saber cada detalle, sino de sentirte seguro con la otra persona. Pero las redes nos invitan a dudar, a buscar señales donde no las hay, a malinterpretar lo que vemos. Y esa constante búsqueda de seguridad termina desgastándonos, llenando nuestra relación de desconfianza.
Soledad en un mundo conectado
Es curioso cómo podemos estar más conectados que nunca y, al mismo tiempo, sentirnos más solos. En lugar de hablar cara a cara, compartimos memes. En lugar de mirarnos a los ojos, miramos una pantalla. Estamos presentes físicamente, pero emocionalmente ausentes.
Cuando esto pasa en una relación, poco a poco vamos perdiendo la conexión real. Las redes pueden ser una herramienta, pero nunca deberían reemplazar los momentos auténticos: una conversación sincera, un gesto inesperado, un silencio compartido que no necesita explicación.
¿Quién tiene la culpa?
Por supuesto, las redes sociales juegan su papel. Pero culparlas exclusivamente sería simplista. La realidad es que hemos idealizado una versión del amor que no existe. Las series, películas y canciones más populares hoy glorifican relaciones tóxicas, llenas de infidelidades, celos y dramas constantes. La toxicidad se ha vuelto la norma aspiracional, y eso nos afecta más de lo que queremos admitir.
Lo peor no es solo que consumimos este contenido; es que empezamos a aplicarlo a nuestras relaciones. Mirar el móvil de tu pareja “por si acaso”, prohibirle ciertos comportamientos, exigir explicaciones constantes… Todo esto surge de un miedo profundo a que la otra persona no sea honesta, miedo alimentado por esas mismas redes y ficciones.
¿Hay esperanza para el amor?
A pesar de todo, la vida real no es Twitter, TikTok ni Instagram. Sí, hay personas tóxicas e historias de terror en el amor, pero también hay parejas sanas, basadas en la confianza y el respeto mutuo. El problema es que esas historias no generan tanto ruido porque no venden.
El primer paso para escapar de esta burbuja de desconfianza es dejar de basar nuestras relaciones en lo que vemos en internet. No todas las personas encajan en los estereotipos de “los hombres son basura” o “todas las mujeres son manipuladoras”. Si partimos de esa premisa, solo perpetuamos el ciclo de desconfianza.
La idea con la que me quedo
Las redes sociales no han arruinado las relaciones, pero sí las han puesto a prueba. Nos enfrentan a nuestras inseguridades, nos obligan a mirar de cerca lo que no queremos ver y, a veces, nos distraen de lo que realmente importa.
Pero al final, somos nosotros quienes decidimos. Podemos elegir quedarnos atrapados en la comparación, en los celos, en la inseguridad, o podemos usar esas experiencias para aprender más sobre nosotros mismos y sobre lo que realmente queremos en una relación.
Porque el amor no se mide en likes ni en seguidores. Se mide en cómo nos cuidamos, cómo nos entendemos y cómo elegimos estar presentes, incluso en un mundo lleno de distracciones.