Decimos que alguien tiene miedo al compromiso y lo entendemos como una especie de alergia a lo estable, a lo duradero, a lo serio. Lo usamos casi como diagnóstico, como si fuera un fallo de fábrica que impide amar ”bien”. Pero, ¿y si no se tratara exactamente de eso? ¿Y si el verdadero miedo no fuera comprometerse, sino ser visto… realmente visto?
Porque comprometerse no es simplemente decir que ”sí” a una relación. Es exponerse. Es permitir que el otro nos mire sin maquillaje emocional, si nuestras narrativas de éxito, sin nuestras poses de fortaleza. Y eso, para muchos, es aterrador.
El espejo del otro
Amar, o intentarlo, implica convertirse en espejo para el otro. Pero también en reflejo. Estar con alguien de verdad, en lo profundo, saca a la superficie partes de nosotros que normalmente tenemos bajo llave. Y no siempre estamos listos para enfrentarlas.
Es más fácil mantener relaciones breves, intensas, pero superficiales. Donde el otro no tiene tiempo de llegar a ese lugar donde habitamos con nuestras inseguridades, nuestras heridas, nuestras contradicciones. Donde seguimos interpretando, más que mostrando.
Podríamos hablar de mecanismos de defensa, de evitación, de heridas de infancia no resueltas. También podríamos pensar en el miedo existencial al reconocimiento del otro, a esa desnudez del ser… el otro me ve, y al verme, me hace consciente de lo que soy… y de lo que no.
El disfraz del compromiso
A veces, incluso las personas que sí “se comprometen” oficialmente lo hacen desde un lugar donde siguen sin mostrarse. Cumplen con el rol, pero no permiten la intimidad emocional real. Y eso también es una forma de evitación. Porque el compromiso verdadero no tiene tanto que ver con etiquetas o promesas, sino con disponibilidad: con estar abierto a ser conocido en lo más frágil y, sobre todo, a conocer al otro sin querer moldearlo.
¿No es curioso cómo muchas personas dicen querer amor, pero cuando lo tienen cerca, se sienten invadidas? No por el otro en sí, sino por lo que el otro despierta. Porque amar a veces nos enfrenta a la pregunta más incómoda: ¿Quién soy yo cuando dejo de esconderme?
¿Cómo se aprende a dejarse ver?
Tal vez no se trata de perder el miedo, sino de aprender a vivir con él. De no dejar que ese miedo nos gobierne. De arriesgar, poco a poco, a quitar las capas. Primero ante uno mismo. Luego, si se puede, ante alguien más.
Quizá el amor más transformador no es el que promete estabilidad eterna, sino el que nos invita a vernos con menos juicio. A ser reflejo sin distorsión. A decir: “Aquí estoy, con todo lo que soy… incluso si no siempre sé quién soy”.
No hay una respuesta definitiva. Solo preguntas que nos devuelven al centro: ¿Me dejo ver? ¿Puedo sostener la mirada del otro sin disfrazarme? ¿Estoy huyendo del compromiso… o de mí?
Tal vez no sea que no queremos comprometernos, sino que no sabemos cómo sostener el acto de ser vistos con honestidad. No por miedo al otro, sino por miedo a lo que el otro pueda revelar de nosotros mismos.
El verdadero reto no es quedarnos en una relación, sino quedarnos presentes en nosotros dentro de ella. Con nuestras dudas, nuestras luces y nuestras sombras. Porque al final, el compromiso más profundo no es con una persona, sino con la verdad de quienes somos cuando amamos sin máscara.
Así que la próxima vez que te digas que tienes miedo al compromiso… tal vez podrías preguntarte: ¿qué parte de mí tengo miedo de mostrar? Ahí empieza todo.